Nací en un pequeño pueblo en la cordillera colombiana donde crecí entre abundancia de primos y juegos de parque. El mundo se mostraba tentador a bordo del camión de mi papá pues con él recorría el país. Entonces aprendí que los camiones son como caracoles gigantes que suben montañas y se deslizan por los valles a ritmo lento y constante, que le permiten a una abrir bien los ojos, aprendí también que el mundo es otro desde ahí arriba y que las ventanas siempre pueden ser móviles y que tal vez por eso muchas veces no se ven.

Luego llegó la primera migración, del campo a la ciudad. En Medellín y su eterna primavera de valle rodeado por montañas, los horizontes se seguían ampliando de mano de la cámara fotográfica como herramienta para contar, para construir historias en el cuarto oscuro y la fotografía estenopeica. Con la cámara en la mochila mudé de continente y en Italia continúe indagando y estudiando de mano de grandes maestras. El movimiento, siempre necesario, me devolvió al sur del continente americano, pero al sur más sur. En Buenos Aires estudié licenciatura en Crítica de Artes y siempre la imagen, me llevó a indagar sobre la palabra y la construcción narrativa de la fotografía. Luego el torbellino de la maternidad me rebozó de reportajes sobre “La infancia y mis días” habitada por cuentos cotidianos en formato papel. Poco a poco fui entendiendo cómo los cuentos me habitaban al igual que la fotografía. Entonces empecé mi formación con maestras que abrieron más ventanas, de esas que no siempre se ven.

Empecé a contar con la alegría y la dicha de quien siempre vuelve. Contar con la foto y con la palabra es refrescar los acentos que me habitan, asomarme por la ventana del camión y a ritmo caracol volver a descubrir el mundo una y otra vez.